Subgéneros narrativos en prosa :Mitos. Leyendas.
Cuentos. Novelas
• Casi todas las obras narrativas se componen actualmente
en prosa.
• Los mitos
son relatos surgidos en las culturas antiguas
con el fin de dar una explicación a
cuestiones naturales, religiosas o existenciales.
Suelen ser relativos a los dioses
El conjunto de mitos característicos de una cultura se denomina mitología.
• Las leyendas
son relatos tradicionales en los
que se recogen acciones o sucesos extraordinarios
de carácter fantástico que se presentan
como si realmente hubieran ocurrido. En ocasiones pueden tener una
base histórica, pero muy distorsionada por el relato
• El cuento
es una narración breve de hechos ficticios
que, a diferencia de lo que ocurre con el
mito y la leyenda, no se toman como reales. Se pueden
distinguir cuentos tradicionales y cuentos de autor.
• La novela es una narración literaria extensa escrita en prosa. Se caracteriza por su carácter abierto y su capacidad para integrar elementos
diversos en un relato complejo
El mito de Orfeo y Eurídice
La leyenda de Sacamantecas
El cuento tradicional: Hansel Y Gretel
Mitos
El auténtico sacamantecas
leyendas urbanas
El relato: el cuento moderno
El auténtico sacamantecas
leyendas urbanas
El relato: el cuento moderno
¿Qué
me quieres amor? De Manuel
Rivas
Sueño con la primera cereza del verano. Se la doy y ella se la lleva a
la boca, me mira con ojos cálidos, de pecado, mientras hace suya la carne. De
repente, me besa y me la devuelve con la boca. Y yo que voy tocado para
siempre, el hueso de la cereza todo el día rodando en el teclado de los dientes
como una nota musical silvestre. Por la noche: «Tengo algo para ti, amor». Dejo
en su boca el hueso de la primera cereza. Pero en realidad ella no me quiere
ver ni hablar. Besa y consuela a mi madre, y luego se va hacia fuera. Miradla,
¡me gusta tanto cómo se mueve! Parece que siempre lleva los patines en los
pies. El sueño de ayer, el que hacía sonreír cuando la sirena de la ambulancia
se abría camino hacia ninguna parte, era que ella patinaba entre plantas y porcelanas,
en un salón acristalado, y venía a parar a mis brazos. Por la mañana, a primera
hora, había ido a verla al Híper. Su trabajo era surtir de cambio a las cajeras
y llevar recados por las secciones. Para encontrarla, sólo tenía que esperar
junto a la Caja Central. Y allí llegó ella, patinando con gracia por el pasillo
encerado. Dio media vuelta para frenar, y la larga melena morena ondeó al
compás de la falda plisada roja del uniforme. «¿Qué haces por aquí tan
temprano, Tino?» «Nada.» Me hice el despistado. «Vengo por comida para la
Perla.» Ella siempre le hacía carantoñas a la perra. Excuso decir que yo lo
tenía todo muy estudiado. El paseo nocturno de Perla estaba rigurosamente
sometido al horario de llegada de Lola. Eran los minutos más preciosos del día,
allí, en el portal del bloque Tulipanes, barrio de las Flores, los dos
haciéndole carantoñas a Perla. A veces, fallaba, no aparecía a las 9.30 y yo
prolongaba y prolongaba el paseo de la perra hasta que Lola surgiese en la
noche, taconeando, corazón taconeando. En esas ocasiones me ponía muy nervioso
y ella me parecía una señora, ¿de dónde vendría?, y yo un mocoso. Me cabreaba
mucho conmigo mismo. En el espejo del ascensor veía el retrato de un tipo sin
futuro, sin trabajo, sin coche, apalancado en el sofá tragando toda la mierda
embutida de la tele, rebañando monedas por los cajones para comprar tabaco. En
ese momento tenía la sensación de que era la Perla la que sostenía la correa
para sacarme a pasear. Y si mamá preguntaba que por qué había tardado tanto con
la perra, le decía cuatro burradas bien dichas. Para que aprendiese. Así que
había ido al Híper para verla y coger fuerzas. «La comida para perros está al
lado de los pa- ñales para bebés.» Se marchó sobre los patines, meciendo
rítmicamente la melena y la falda. Pensé en el vuelo de esas aves emigrantes,
garza o grulla, que se ven en los documentales de después de comer. Algún día,
seguro, volvería para posarse en mí. Todo estaba controlado. Dombo me esperaba
en el aparcamiento del Híper con el buga afanado esa noche. Me enseñó el arma. La pesé en la mano.
Era una pistola de aire comprimido, pero la pinta era impresionante. Metía
respeto. Iba a parecer Robocop o algo así. Al principio habíamos dudado entre
la pipa de imitación o recortar la escopeta de caza que había sido de su padre.
«La recortada acojona más», había dicho Dombo. Yo había reflexionado mucho
sobre el asunto. «Mira, Dombo, tiene que ser todo muy tranquilo, muy limpio.
Con la escopeta vamos a parecer unos colgados, yonquis o algo así. Y la gente
se pone muy nerviosa, y cuando la gente está nerviosa hace cosas raras. Todo el
mundo prefiere profesionales. El lema es que cada uno haga su trabajo. Sin
montar cristo, sin chapuzas. Como profesionales. Así que nada de recortada. La pistola
da mejor presencia.» A Dombo tampoco le convencía mucho lo de ir a cara
descubierta. Se lo expliqué. «Tienen que tomarnos en serio, Dombo. Los
profesionales no hacen el ridículo con medias en la cabeza.» Era enternecedora
la confianza que el grandullón de Dombo tuvo siempre en mí. Cuando yo hablaba,
le brillaban los ojos. Si yo hubiese tenido en mí la confianza que Dombo me
tenía, el mundo se habría puesto a mis pies. Dejamos el coche en el mercado de
Agra de Orzán y cogimos las bolsas de deportes. Al mediodía, y tal como
habíamos calculado, la calle Barcelona, peatonal y comercial, estaba atestada
de gente. Todo iba a ser muy sencillo. La puerta de la sucursal bancaria se
abrió para una vieja e inmediatamente detrás entramos nosotros.
Lo tenía todo muy ensayado. «Por favor, señores, no se alarmen. Esto es
un atraco.» Hice un gesto tranquilo con la pistola y toda la clientela se
agrupó, en orden y silencio, en la esquina indicada. Un tipo voluntarioso
insistía en darme su cartera, pero le dije que la guardase, que nosotros no
éramos unos cacos. «Usted, por favor, llene las bolsas», le pedí a un empleado
con aspecto eficiente. Lo hizo en un santiamén y Dombo, contagiado por el clima
civilizado en que todo transcurría, le dio las gracias. «Ahora, para que no
haya problemas, hagan el favor de no moverse en diez minutos. Han sido todos
muy amables.» Así que salimos como si aquello fuese una lavandería. «¡Alto o
disparo!» Ante todo, mucha calma. Sigo andando como si no fuese conmigo. Uno,
dos, tres pasos más y salir disparado. Demasiada gente. Dombodán no lo piensa.
Se abre paso como un jugador de rugby. Y yo que estoy en otra película. «¡Alto,
cabrón, o disparo!» Saco la pistola de la bolsa abierta y me vuelvo con
parsimonia, apuntando con la derecha. «¿Qué pasa? ¿Algún problema?» El tipo que
antes me había ofrecido la cartera. Plantado, con las piernas separadas y el
revólver apuntándome firme, cogido con las dos manos. He aquí un profesional.
Guarda jurado de paisano, seguro. «No hagas el tonto, chaval. Suelta ese
juguete.» Yo que sonrío, que digo nanay. Y le tiro la bolsa a los morros, toda
la pasta por el aire, cayendo a cámara lenta. «¡Come mierda, cabrón!» Y echo a
correr, la gente que se aparta espantada, qué desgracia, la gente que se aparta
y deja un corredor maldito en la calle, un agujero que se abre, un túnel por
delante, un agujero en la espalda. Quema. Como una picadura de avispa. La sirena de la ambulancia. Sonrío. El
enfermero que me mira perplejo porque estoy sonriendo. Lola patina entre rosanovas
y azaleas, en un salón acristalado. Viene hacia mí. Me abraza. Es nuestra casa.
Y me quiere dar esa sorpresa, sobre patines, meciendo la falda roja plisada al
mismo tiempo que la melena, el beso de la cereza. Por la noche, a través del
cristal de la puerta, puedo leer el rótulo luminoso de Pompas Fúnebres: «Se
ruega hablen en tono moderado para beneficio de todos»*. Dombo, el gigantón
leal de Dombo, estuvo aquí. «Lo siento en el acompañamiento»*, le dijo
compungido a mi madre. No me digan que no es gracioso. Parece de Cantinflas.
Para llorar de risa. Y me miró con lágrimas en los ojos. «Dombo, tonto, vete,
vete de aquí, compra con la pasta una casa con salón acristalado y un televisor
Trinitrón de la hostia de pulgadas.» Y Dombo venga a llorar, con las manos en
los bolsillos. Va a empaparlo todo. Lágrimas como uvas. Y está Fa, la señora
Josefa, la del piso de enfrente. Ella sí que supo siempre de qué iba la cosa.
Su mirada era una eterna reprimenda. Pero le estoy agradecido. Nunca dijo nada.
Ni para bien, ni para mal. Yo saludaba, «Buenos días, Fa», y ella refunfuñaba
en bajo. Sabe todo lo que se cuece en el mundo. Pero no decía nada. Le ayudaba
a mamá, eso era todo. Fumaba con ella un chéster por la noche, y bebían un
lágrima de Porto, mientras yo manejaba el mando a distancia. Y ahora está así,
sosteniendo a mamá. De vez en cuando, se
vuelve hacia mí pero ya no me riñe con la mirada. Se persigna y reza. Una
profesional. Ya falta poco. En el rótulo luminoso puedo ver el horario de
entierros. A las 12.30 en Feáns. Lola se despide de mamá y va hacia la puerta
de la sala del velatorio. Esa forma de andar. Parece que vuela incluso con
zapatos. Garza o algo así. Pero ¿qué hace? De repente se vuelve, patina hacia
aquí con la falda plisada y queda posada en el cristal. Me mira con asombro,
como si reparase en mí por vez primera. «¿Impresionada, eh?» «Pero, Tino, ¿cómo
fuiste capaz?» Tiene ojos cálidos, de pecado, y la boca entreabierta. Sueño con
la primera cereza del verano.
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