Sueño con la primera cereza del verano. Se la doy y
ella se la lleva a la boca, me mira con ojos cálidos, de pecado, mientras hace
suya la carne. De repente, me besa y me la devuelve con la boca. Y yo que voy
tocado para siempre, el hueso de la cereza todo el día rodando en el teclado de
los dientes como una nota musical silvestre. Por la noche: «Tengo algo para ti,
amor». Dejo en su boca el hueso de la primera cereza. Pero en realidad ella no
me quiere ver ni hablar. Besa y consuela a mi madre, y luego se va hacia fuera.
Miradla, ¡me gusta tanto cómo se mueve! Parece que siempre lleva los patines en
los pies. El sueño de ayer, el que hacía sonreír cuando la sirena de la
ambulancia se abría camino hacia ninguna parte, era que ella patinaba entre
plantas y porcelanas, en un salón acristalado, y venía a parar a mis brazos.
Por la mañana, a primera hora, había ido a verla al Híper. Su trabajo era
surtir de cambio a las cajeras y llevar recados por las secciones. Para
encontrarla, sólo tenía que esperar junto a la Caja Central. Y allí llegó ella,
patinando con gracia por el pasillo encerado. Dio media vuelta para frenar, y
la larga melena morena ondeó al compás de la falda plisada roja del uniforme.
«¿Qué haces por aquí tan temprano, Tino?» «Nada.» Me hice el despistado. «Vengo por
comida para la Perla.» Ella siempre le hacía carantoñas a la perra. Excuso
decir que yo lo tenía todo muy estudiado. El paseo nocturno de Perla estaba
rigurosamente sometido al horario de llegada de Lola. Eran los minutos más
preciosos del día, allí, en el portal del bloque Tulipanes, barrio de las
Flores, los dos haciéndole carantoñas a Perla. A veces, fallaba, no aparecía a
las 9.30 y yo prolongaba y prolongaba el paseo de la perra hasta que Lola
surgiese en la noche, taconeando, corazón taconeando. En esas ocasiones me
ponía muy nervioso y ella me parecía una señora, ¿de dónde vendría?, y yo un
mocoso. Me cabreaba mucho conmigo mismo. En el espejo del ascensor veía el
retrato de un tipo sin futuro, sin trabajo, sin coche, apalancado en el sofá
tragando toda la mierda embutida de la tele, rebañando monedas por los cajones
para comprar tabaco. En ese momento tenía la sensación de que era la Perla la
que sostenía la correa para sacarme a pasear. Y si mamá preguntaba que por qué
había tardado tanto con la perra, le decía cuatro burradas bien dichas. Para
que aprendiese.
Así que había ido al Híper para verla y coger fuerzas.
«La comida para perros está al lado de los pa- ñales para bebés.» Se marchó
sobre los patines, meciendo rítmicamente la melena y la falda. Pensé en el
vuelo de esas aves emigrantes, garza o grulla, que se ven en los documentales
de después de comer. Algún día, seguro, volvería para posarse en mí. Todo
estaba controlado. Dombo me esperaba en el aparcamiento del Híper con el buga
afanado esa noche. Me enseñó el arma. La
pesé en la mano. Era una pistola de aire comprimido, pero la pinta era
impresionante. Metía respeto. Iba a parecer Robocop o algo así. Al principio
habíamos dudado entre la pipa de imitación o recortar la escopeta de caza que
había sido de su padre. «La recortada acojona más», había dicho Dombo. Yo había
reflexionado mucho sobre el asunto. «Mira, Dombo, tiene que ser todo muy
tranquilo, muy limpio. Con la escopeta vamos a parecer unos colgados, yonquis o
algo así. Y la gente se pone muy nerviosa, y cuando la gente está nerviosa hace
cosas raras. Todo el mundo prefiere profesionales. El lema es que cada uno haga
su trabajo. Sin montar cristo, sin chapuzas. Como profesionales. Así que nada
de recortada. La pistola da mejor presencia.» A Dombo tampoco le convencía
mucho lo de ir a cara descubierta. Se lo expliqué. «Tienen que tomarnos en
serio, Dombo. Los profesionales no hacen el ridículo con medias en la cabeza.»
Era enternecedora la confianza que el grandullón de Dombo tuvo siempre en mí.
Cuando yo hablaba, le brillaban los ojos. Si yo hubiese tenido en mí la confianza
que Dombo me tenía, el mundo se habría puesto a mis pies. Dejamos el coche en
el mercado de Agra de Orzán y cogimos las bolsas de deportes. Al mediodía, y
tal como habíamos calculado, la calle Barcelona, peatonal y comercial, estaba
atestada de gente. Todo iba a ser muy sencillo. La puerta de la sucursal
bancaria se abrió para una vieja e inmediatamente detrás entramos nosotros. Lo
tenía todo muy ensayado. «Por favor, señores, no se alarmen. Esto es un
atraco.» Hice un gesto tranquilo con la pistola y toda la clientela se agrupó,
en orden y silencio, en la esquina indicada. Un tipo voluntarioso insistía en
darme su cartera, pero le dije que la guardase, que nosotros no éramos unos
cacos. «Usted, por favor, llene las bolsas», le pedí a un empleado con aspecto
eficiente. Lo hizo en un santiamén y Dombo, contagiado por el clima civilizado
en que todo transcurría, le dio las gracias. «Ahora, para que no haya
problemas, hagan el favor de no moverse en diez minutos. Han sido todos muy
amables.» Así que salimos como si aquello fuese una lavandería. «¡Alto o
disparo!» Ante todo, mucha calma. Sigo andando como si no fuese conmigo. Uno,
dos, tres pasos más y salir disparado. Demasiada gente. Dombodán no lo piensa.
Se abre paso como un jugador de rugby. Y yo que estoy en otra película. «¡Alto,
cabrón, o disparo!» Saco la pistola de la bolsa abierta y me vuelvo con
parsimonia, apuntando con la derecha. «¿Qué pasa? ¿Algún problema?» El tipo que
antes me había ofrecido la cartera. Plantado, con las piernas separadas y el
revólver apuntándome firme, cogido con las dos manos. He aquí un profesional.
Guarda jurado de paisano, seguro. «No hagas el tonto, chaval. Suelta ese
juguete.» Yo que sonrío, que digo nanay. Y le tiro la bolsa a los morros, toda
la pasta por el aire, cayendo a cámara lenta. «¡Come mierda, cabrón!» Y echo a
correr, la gente que se aparta espantada, qué desgracia, la gente que se aparta
y deja un corredor maldito en la calle, un agujero que se abre, un túnel por
delante, un agujero en la espalda. Quema. Como una picadura de avispa. La sirena de la ambulancia. Sonrío. El
enfermero que me mira perplejo porque estoy sonriendo. Lola patina entre
rosanovas y azaleas, en un salón acristalado. Viene hacia mí. Me abraza. Es
nuestra casa. Y me quiere dar esa sorpresa, sobre patines, meciendo la falda
roja plisada al mismo tiempo que la melena, el beso de la cereza. Por la noche,
a través del cristal de la puerta, puedo leer el rótulo luminoso de Pompas
Fúnebres: «Se ruega hablen en tono moderado para beneficio de todos»*. Dombo,
el gigantón leal de Dombo, estuvo aquí. «Lo siento en el acompañamiento»*, le
dijo compungido a mi madre. No me digan que no es gracioso. Parece de
Cantinflas. Para llorar de risa. Y me miró con lágrimas en los ojos. «Dombo,
tonto, vete, vete de aquí, compra con la pasta una casa con salón acristalado y
un televisor Trinitrón de la hostia de pulgadas.» Y Dombo venga a llorar, con
las manos en los bolsillos. Va a empaparlo todo. Lágrimas como uvas. Y está Fa,
la señora Josefa, la del piso de enfrente. Ella sí que supo siempre de qué iba
la cosa. Su mirada era una eterna reprimenda. Pero le estoy agradecido. Nunca
dijo nada. Ni para bien, ni para mal. Yo saludaba, «Buenos días, Fa», y ella
refunfuñaba en bajo. Sabe todo lo que se cuece en el mundo.
Pero no decía nada.
Le ayudaba a mamá, eso era todo. Fumaba con ella un
chéster por la noche, y bebían un lágrima de Porto, mientras yo manejaba el
mando a distancia. Y ahora está así, sosteniendo a mamá. De vez en cuando, se vuelve hacia mí pero ya no me
riñe con la mirada. Se persigna y reza. Una profesional. Ya falta poco. En el
rótulo luminoso puedo ver el horario de entierros. A las 12.30 en Feáns. Lola
se despide de mamá y va hacia la puerta de la sala del velatorio. Esa forma de
andar. Parece que vuela incluso con zapatos. Garza o algo así. Pero ¿qué hace?
De repente se vuelve, patina hacia aquí con la falda plisada y queda posada en
el cristal. Me mira con asombro, como si reparase en mí por vez primera. «¿Impresionada,
eh?» «Pero, Tino, ¿cómo fuiste capaz?» Tiene ojos cálidos, de pecado, y la boca
entreabierta. Sueño con la primera cereza del verano.
Significado de
Carantoña
Aspecto eficiente
Perplejo
Reprimenda
Señala con
el código de colores tres verbos, sustantivos, adjetivos, adverbios,
preposiciones y conjunciones en las cuatro primeras líneas
Resume el texto en cinco líneas
Señala
alguna expresión del lenguaje (jerga)
juvenil
¿Quién
narra? ¿en qué situación?
¿Por qué
comete el atraco?
¿Notas algún
sentimiento poético? Señala las frases
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Inventa otro
final
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