El monte de las Ánimas. Gustavo Adolfo Bécquer
La noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas; su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria.
Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarle de la rienda. Por pasar el rato me decidí a escribirla, como en efecto lo hice.
Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche.
Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas.
I
-Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las ánimas.
-¡Tan pronto!
-A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.
-¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?
-No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esa historia.
Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la comitiva a bastante distancia.
Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:
-Ese monte que hoy llaman de las ánimas, pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla; que así hubieran solos sabido defenderla como solos la conquistaron.
Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres; los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos.
Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras; antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería, fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres, los lobos a quienes se quiso exterminar tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse.
Desde entonces dicen que cuando llega la noche de difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el Monte de las ánimas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche.
La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de incorporárseles los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.
II
Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor iluminando algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón.
Solas dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso: Beatriz seguía con los ojos, absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.
Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.
Las dueñas referían, a propósito de la noche de difuntos, cuentos tenebrosos en que los espectros y los aparecidos representaban el principal papel; y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste.
-Hermosa prima -exclamó al fin Alonso rompiendo el largo silencio en que se encontraban-; pronto vamos a separarnos tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío.
Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo un carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.
-Tal vez por la pompa de la corte francesa; donde hasta aquí has vivido -se apresuró a añadir el joven-. De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que vinistes a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atencion. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres?
-No sé en el tuyo -contestó la hermosa-, pero en mi país una prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo... que aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.
El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven, que después de serenarse dijo con tristeza:
-Lo sé prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo ante todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?
Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra.
Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volviose a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste monótono doblar de las campanas.
Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a anudarse de este modo:
-Y antes de que concluya el día de Todos los Santos, en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? -dijo él clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico.
-¿Por qué no? -exclamó ésta llevándose la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa entre las pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro... Después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió:
-¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma?
-Sí.
-Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.
-¡Se ha perdido!, ¿y dónde? -preguntó Alonso incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza.
-No sé.... en el monte acaso.
-¡En el Monte de las ánimas -murmuró palideciendo y dejándose caer sobre el sitial-; en el Monte de las ánimas!
Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda:
-Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendentes, he llevado a esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor, hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres; y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche.... esta noche. ¿A qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas... ¡las ánimas!, cuya sola vista puede helar de horror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.
Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que cuando hubo concluido exclamó con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores:
-¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de difuntos, y cuajado el camino de lobos!
Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía, movido como por un resorte se puso de pie, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver el fuego:
-Adiós Beatriz, adiós... Hasta pronto.
-¡Alonso! ¡Alonso! -dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o aparentó querer detenerle, el joven había desaparecido.
A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.
Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcóny las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.
III
Había pasado una hora, dos, tres; la media roche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho.
-¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia consagra en el día de difuntos a los que ya no existen.
Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.
Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas; tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído a par de ellas pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.
-Será el viento -dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón, procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente.
Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden, éstas con un ruido sordo y grave, aquéllas con un lamento largo y crispador. Después silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la media noche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota no obstante en la oscuridad.
Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar: nada, silencio.
Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas direcciones; y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada, oscuridad, las sombras impenetrables.
-¡Bah! -exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho-; ¿soy yo tan miedosa como esas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura, al oír una conseja de aparecidos?
Y cerrando los ojos intentó dormir...; pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el aliento.
El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblan tristemente por las ánimas de los difuntos.
Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin despuntó la aurora: vuelta de su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto sangrienta y desgarrada la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso.
Cuando sus servidores llegaron despavoridos a noticiarle la muerte del primogánito de Alcudiel, que a la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las ánimas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca; blancos los labios, rígidos los miembros, muerta; ¡muerta de horror!
IV
Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de difuntos sin poder salir del Monte de las ánimas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura que vio a los esqueletos de los antiguos templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada, que con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.
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¿Qué me quieres, amor? Manuel Rivas
Amor, a ti venh’ora queixar
de mia senhor, que te faz enviar
cada u dormio sempre m’espertar
e faz-me de gram coita sofredor.
Pois m’ela nom quere veer nem falar,
que me queres, Amor?*
fernando esquio
* Amor, a ti vengo ahora a quejarme / de mi señora, que te envía / donde yo
duermo siempre a despertarme / y me hace sufridor de tan gran pena. / Ya que
ella no me quiere ver ni hablar
"Sueño con la primera cereza del verano. Se la
doy y ella se la lleva a la boca, me mira con ojos cálidos, de pecado, mientras hace suya la carne. De repente, me besa y me la devuelve con la boca. Y yo que
voy tocado para siempre, el hueso de la cereza todo el
día rodando en el teclado de los dientes como una
nota musical silvestre.
Por la noche: «Tengo algo para ti, amor».
Dejo en su boca el hueso de la primera cereza.
Pero en realidad ella no me quiere ver ni hablar.
Besa y consuela a mi madre, y luego se va hacia fuera. Miradla, ¡me gusta tanto cómo se mueve!
Parece que siempre lleva los patines en los pies.
El sueño de ayer, el que hacía sonreír cuando
la sirena de la ambulancia se abría camino hacia ninguna parte, era que ella patinaba entre plantas y porcelanas, en un salón acristalado, y venía a parar a mis
brazos.
Por la mañana, a primera hora, había ido a
verla al Híper. Su trabajo era surtir de cambio a las
cajeras y llevar recados por las secciones. Para encontrarla, sólo tenía que esperar junto a la Caja Central.
Y allí llegó ella, patinando con gracia por el pasillo
encerado. Dio media vuelta para frenar, y la larga melena morena ondeó al compás de la falda plisada roja
del uniforme.
«¿Qué haces por aquí tan temprano, Tino?» «Nada.» Me hice el despistado. «Vengo por
comida para la Perla.»
Ella siempre le hacía carantoñas a la perra. Excuso decir que yo lo tenía todo muy estudiado. El
paseo nocturno de Perla estaba rigurosamente sometido al horario de llegada de Lola. Eran los minutos
más preciosos del día, allí, en el portal del bloque Tulipanes, barrio de las Flores, los dos haciéndole carantoñas a Perla. A veces, fallaba, no aparecía a las 9.30 y
yo prolongaba y prolongaba el paseo de la perra hasta
que Lola surgiese en la noche, taconeando, corazón
taconeando. En esas ocasiones me ponía muy nervioso y ella me parecía una señora, ¿de dónde vendría?, y
yo un mocoso. Me cabreaba mucho conmigo mismo.
En el espejo del ascensor veía el retrato de un tipo sin
futuro, sin trabajo, sin coche, apalancado en el sofá
tragando toda la mierda embutida de la tele, rebañando monedas por los cajones para comprar tabaco. En
ese momento tenía la sensación de que era la Perla la
que sostenía la correa para sacarme a pasear. Y si
mamá preguntaba que por qué había tardado tanto
con la perra, le decía cuatro burradas bien dichas.
Para que aprendiese.
Así que había ido al Híper para verla y coger
fuerzas. «La comida para perros está al lado de los pañales para bebés.»
Se marchó sobre los patines, meciendo rítmicamente la melena y la falda. Pensé en el vuelo de esas
aves emigrantes, garza o grulla, que se ven en los documentales de después de comer. Algún día, seguro,
volvería para posarse en mí.
Todo estaba controlado. Dombo me esperaba
en el aparcamiento del Híper con el buga afanado esa noche. Me enseñó el arma. La pesé en la mano. Era
una pistola de aire comprimido, pero la pinta era impresionante. Metía respeto. Iba a parecer Robocop o
algo así. Al principio habíamos dudado entre la pipa
de imitación o recortar la escopeta de caza que había sido de su padre. «La recortada acojona más», había
dicho Dombo. Yo había reflexionado mucho sobre el
asunto. «Mira, Dombo, tiene que ser todo muy tranquilo, muy limpio. Con la escopeta vamos a parecer
unos colgados, yonquis o algo así. Y la gente se pone
muy nerviosa, y cuando la gente está nerviosa hace
cosas raras. Todo el mundo prefiere profesionales. El
lema es que cada uno haga su trabajo. Sin montar
cristo, sin chapuzas. Como profesionales. Así que
nada de recortada. La pistola da mejor presencia.»
A Dombo tampoco le convencía mucho lo de ir a
cara descubierta. Se lo expliqué. «Tienen que tomarnos en serio, Dombo. Los profesionales no hacen el
ridículo con medias en la cabeza.» Era enternecedora
la confianza que el grandullón de Dombo tuvo siempre en mí. Cuando yo hablaba, le brillaban los ojos.
Si yo hubiese tenido en mí la confianza que Dombo
me tenía, el mundo se habría puesto a mis pies.
Dejamos el coche en el mercado de Agra de
Orzán y cogimos las bolsas de deportes. Al mediodía,
y tal como habíamos calculado, la calle Barcelona,
peatonal y comercial, estaba atestada de gente. Todo
iba a ser muy sencillo. La puerta de la sucursal bancaria se abrió para una vieja e inmediatamente detrás
entramos nosotros. Lo tenía todo muy ensayado.
«Por favor, señores, no se alarmen. Esto es un atraco.»
Hice un gesto tranquilo con la pistola y toda la clientela se agrupó, en orden y silencio, en la esquina indi cada. Un tipo voluntarioso insistía en darme su cartera, pero le dije que la guardase, que nosotros no
éramos unos cacos. «Usted, por favor, llene las bolsas», le pedí a un empleado con aspecto eficiente. Lo
hizo en un santiamén y Dombo, contagiado por el
clima civilizado en que todo transcurría, le dio las
gracias. «Ahora, para que no haya problemas, hagan
el favor de no moverse en diez minutos. Han sido todos muy amables.» Así que salimos como si aquello
fuese una lavandería.
«¡Alto o disparo!»
Ante todo, mucha calma. Sigo andando como
si no fuese conmigo. Uno, dos, tres pasos más y salir
disparado. Demasiada gente. Dombodán no lo piensa. Se abre paso como un jugador de rugby. Y yo que
estoy en otra película.
«¡Alto, cabrón, o disparo!»
Saco la pistola de la bolsa abierta y me vuelvo
con parsimonia, apuntando con la derecha.
«¿Qué pasa? ¿Algún problema?»
El tipo que antes me había ofrecido la cartera.
Plantado, con las piernas separadas y el revólver apuntándome firme, cogido con las dos manos. He aquí
un profesional. Guarda jurado de paisano, seguro.
«No hagas el tonto, chaval. Suelta ese juguete.»
Yo que sonrío, que digo nanay. Y le tiro la bolsa a los morros, toda la pasta por el aire, cayendo a
cámara lenta. «¡Come mierda, cabrón!» Y echo a correr, la gente que se aparta espantada, qué desgracia,
la gente que se aparta y deja un corredor maldito en la
calle, un agujero que se abre, un túnel por delante, un
agujero en la espalda. Quema. Como una picadura
de avispa.
La sirena de la ambulancia. Sonrío. El enfermero que me mira perplejo porque estoy sonriendo.
Lola patina entre rosanovas y azaleas, en un salón
acristalado. Viene hacia mí. Me abraza. Es nuestra
casa. Y me quiere dar esa sorpresa, sobre patines, meciendo la falda roja plisada al mismo tiempo que la
melena, el beso de la cereza.
Por la noche, a través del cristal de la puerta,
puedo leer el rótulo luminoso de Pompas Fúnebres:
«Se ruega hablen en tono moderado para beneficio de
todos»*. Dombo, el gigantón leal de Dombo, estuvo
aquí. «Lo siento en el acompañamiento»*, le dijo
compungido a mi madre. No me digan que no es gracioso. Parece de Cantinflas. Para llorar de risa. Y me
miró con lágrimas en los ojos. «Dombo, tonto, vete,
vete de aquí, compra con la pasta una casa con salón
acristalado y un televisor Trinitrón de la hostia de
pulgadas.» Y Dombo venga a llorar, con las manos en
los bolsillos. Va a empaparlo todo. Lágrimas como
uvas.
Y está Fa, la señora Josefa, la del piso de enfrente. Ella sí que supo siempre de qué iba la cosa. Su
mirada era una eterna reprimenda. Pero le estoy agradecido. Nunca dijo nada. Ni para bien, ni para mal.
Yo saludaba, «Buenos días, Fa», y ella refunfuñaba en
bajo. Sabe todo lo que se cuece en el mundo. Pero no
decía nada. Le ayudaba a mamá, eso era todo. Fumaba con ella un chéster por la noche, y bebían un lágrima de Porto, mientras yo manejaba el mando a distancia. Y ahora está así, sosteniendo a mamá. De vez
* En castellano en el original.
18
en cuando, se vuelve hacia mí pero ya no me riñe con
la mirada. Se persigna y reza. Una profesional.
Ya falta poco. En el rótulo luminoso puedo
ver el horario de entierros. A las 12.30 en Feáns.
Lola se despide de mamá y va hacia la puerta
de la sala del velatorio. Esa forma de andar. Parece
que vuela incluso con zapatos. Garza o algo así. Pero
¿qué hace? De repente se vuelve, patina hacia aquí
con la falda plisada y queda posada en el cristal. Me
mira con asombro, como si reparase en mí por vez
primera.
«¿Impresionada, eh?»
«Pero, Tino, ¿cómo fuiste capaz?»
Tiene ojos cálidos, de pecado, y la boca entreabierta.
Sueño con la primera cereza del verano.
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Hubo un tiempo en que la cortesía y los buenos modales estaban pasados de moda, cuando era bueno ser malo, cuando se cultivaba la decadencia como si fuera de buen gusto. En aquel entonces, todos éramos unos tipos peligrosos. Llevábamos chupas raídas, nos movíamos por ahí, encorvados de hombros y con mondadientes en la boca, esnifábamos pegamento y éter y lo que según alguien era cocaína. Cuando sacábamos los ruidosos coches de nuestros padres a la calle, dejábamos atrás una raya de goma de media manzana de largo. Bebíamos ginebra y mosto, Tango, Thunderbird y Bali Hai. Teníamos diecinueve años. Éramos malos. Leíamos las obras de André Gide y adoptábamos poses elaboradas para demostrar que todo nos importaba un carajo. Por la noche, íbamos al Lago Grasiento.
Subiendo por el centro de la ciudad, a lo largo de la calle principal, pasando las urbanizaciones, los centros comerciales, los semáforos cediendo el paso a la tenue iluminación del río de faros y los árboles ciñendo el asfalto como un muro negro sin fisuras: ése era el camino que conducía al Lago Grasiento. Los indios lo llamaban Wakan, una referencia a la transparencia de sus aguas. Ahora era un lago fétido y turbio, las orillas de fango destellando con vidrios rotos y salpicadas de latas de cerveza y los restos chamuscados de las hogueras. Solo había una isla asolada a unos cien metros de la orilla, tan desprovista de cualquier vestigio de vegetación que parecía como si la fuerza aérea la hubiera bombardeado. Íbamos al lago porque todo el mundo subía hasta allí, porque queríamos olfatear la brisa preñada de posibilidades, fisgar a una chica cuando se quitaba la ropa y se sumergía en la oscuridad purulenta, beber cervezas, fumar marihuana, aullar a las estrellas, disfrutando del trepidante rugido del rock and roll en discordante contrapunto con el susurro primigenio de las ranas y los grillos. Eso era la naturaleza.
Yo estaba allí una noche, a una hora ya avanzada, en compañía de dos tipos peligrosos. Digby llevaba una estrella de oro en la oreja derecha y dejaba que su padre le pagara los estudios en la Cornell; Jeff pensaba dejar la escuela para meterse a pintor/músico/propietario de una de esas tiendas donde venden artículos para fumadores de marihuana. Ambos eran expertos en reglas de urbanidad, rápidos con sus visajes de burla y desprecio, capaces de conducir un Ford con pésimos amortiguadores en una carretera llena de baches y surcos a ciento treinta y cinco kilómetros por hora mientras liaban un porro tan compacto como el palo de caramelo Tootsie Pop. Podían recostarse contra una tarima llena de amplificadores enormes y allí codearse con los mejores o salir a la pista de baile danzando como si sus articulaciones tuvieran cojinetes. Tenían estilo, eran diestros y raudos, y nunca se quitaban sus gafas de espejo, lo mismo las llevaban en el desayuno que en la cena, en la ducha, en los armarios empotrados, en las cuevas. En fin, eran malos.
Yo conducía. Digby aporreaba con las manos el salpicadero y gritaba con los Toots & The Maytals mientras Jeff sacaba la cabeza por la ventanilla y veteaba la puerta del Bel Air de mi madre con su vómito. Principiaba junio y el aire soplaba suave como una mano acariciando una mejilla, era la tercera noche de las vacaciones de verano. Las primeras dos noches habíamos estado por ahí hasta el amanecer, buscando algo que nunca encontramos. Aquella tercera noche habíamos recorrido de arriba abajo la calle principal sesenta y siete veces, entrando y saliendo de cuanto bar y club se nos antojó dentro de un radio de treinta kilómetros, parando dos veces para comprar un cubo de pollo y hamburguesas de cuarenta centavos, mientras discutíamos si íbamos o no a una fiesta en casa de una chica que era amiga de la hermana de Jeff, y lanzábamos dos docenas de huevos a los buzones y a los autoestopistas. Eran las dos de la madrugada; los bares estaban cerrando. No había otra cosa que hacer que irnos al Lago Grasiento con una botella de ginebra con sabor a limón.
Las luces traseras de un coche nos hicieron guiños cuando entramos en el aparcamiento de tierra con sus matas de malas hierbas y sus ondulaciones como de lavadero; era un Chevy del 57, en perfecto estado, de un azul metálico. Al otro lado del aparcamiento, como el dermatoesqueleto de un descarnado insecto cromado, una moto se apoyaba en su caballete. Y eso era todo lo que había de emocionante: algún motorista yonqui y medio tonto, y algún adicto a los coches tirándose a su novia. Sea lo que fuere lo que estábamos buscando, no íbamos a encontrarlo en el Lago Grasiento. No aquella noche.
Pero, entonces, de repente, Digby trató de arrebatarme el volante. «¡Oye, es el coche de Tony Lovett!», gritó mientras intentaba pisar el freno y el Bel Air se acercaba hasta el brillante parachoques trasero del Chevy aparcado. Digby tocó el claxon, riéndose y dándome instrucciones para que encendiera las luces largas. Las encendí y las apague en un rápido parpadeo. Era divertido. Un chiste. Tony se vería obligado a sacarla prematuramente creyendo que iba a enfrentarse a unos policías de aspecto sombrío con linternas. Tocamos prolongadamente la bocina, y con los faros descargamos destellos estroboscópicos de alta velocidad, y salimos del coche para pegar nuestras caras jocosas en los cristales de las ventanillas del coche de Tony; a lo mejor hasta podíamos vislumbrar la teta de alguna zorrita. Luego le daríamos unas palmaditas en la espalda al avergonzado de Tony, armaríamos un pequeño jaleo amigable y, después, a perseguir nuevas aventuras dilatando los límites del atrevimiento.
El primer error, el que desencadenó el alud, fue cuando se me cayeron las llaves. En medio de la excitación, al salir del coche con la botella de ginebra en una mano mientras en la otra llevaba los porros, se me cayeron en la hierba; en la hierba nocturna, misteriosa, pútrida y tenebrosa del Lago Grasiento. Fue un error táctico, tan perjudicial e irreversible como la decisión de Westmoreland de atrincherarse en Khe Sanh. Un error que presentí como un puñetazo intuitivo, y me quedé allí parado, junto a la puerta abierta, escudriñando vagamente en la noche que se encharcaba alrededor de mis pies.
El segundo error —i nextricablemente ligado al primero— fue identificar el coche como el de Tony Lovett. Incluso antes de que aquel tipo saliera disparado del coche con toda su mala hostia, sus tejanos grasientos y sus botas de ingeniero, empecé a darme cuenta de que aquel azul metálico era mucho más claro que el azul color huevo de petirrojo del automóvil de Tony y que éste no tenía altavoces instalados en el asiento trasero. A juzgar por sus expresiones, Digby y Jeff también llegaban —vacilantes, pero inevitablemente— a la misma conclusión inquietante que yo.
De todos modos, no había forma de entrar en razones con aquel camorrista grasiento: evidentemente, era un hombre de acción. La primera y brutal patada de cancán me la atizó con la puntera de acero de su bota debajo del mentón, rompiéndome mi diente favorito y dejándome tumbado en la tierra. Como un idiota, me había agachado para buscar las llaves entre las hierbas tiesas como cuchillos, formulando testudíneamente prolongadas asociaciones mentales, reconociendo que las cosas habían salido mal, que estaba metido en un buen lío, y que la llave de contacto extraviada era mi santo grial y mi salvación. Las tres o cuatro patadas que recibí después me las asestó principalmente en la nalga derecha y en el duro hueso sacro.
Mientras tanto, Digby saltaba por encima de los parachoques que se besaban y le asestó un bestial golpe de kung fu en la clavícula al tipo grasiento. Digby acababa de terminar un curso de artes marciales para conseguir los créditos de educación física, y llevaba dos noches contándonos historias apócrifas al estilo Bruce Lee y hablándonos del puro poder de los golpes propinados con muñecas, tobillos y codos relampagueantes como si fueran resortes. El tío grasiento no se dejó impresionar. Simplemente retrocedió un paso, su cara como una máscara tolteca, y derribó a Digby de un solo puñetazo, directo, sonoro…, pero para entonces, Jeff también se había metido en la bronca, y yo empezaba a incorporarme de la tierra, con una mezcla de sobresalto, ira e impotencia atravesada en la garganta.
Jeff estaba montado en la espalda del tipo, mordiéndole la oreja. Digby en el suelo, soltando tacos. Yo fui a por la llave de tuerca que estaba debajo del asiento del conductor. La guardaba allí porque los tipos pendencieros siempre guardan las llaves de tuerca debajo del asiento del conductor, precisamente para ocasiones como aquélla. Daba igual que no me hubiera visto metido en una pelea desde el sexto grado, cuando un niño con un ojo legañoso y dos arroyos de mocos colgando de los orificios nasales casi me rompió la rodilla con un bate de béisbol marca Louisville; daba igual que hasta entonces solo hubiera tocado la llave de tuerca exactamente dos veces para cambiar los neumáticos: estaba allí. Y fui a por ella.
Estaba aterrado. La sangre se agolpaba en mis orejas, me temblaban las manos, mi corazón daba vuelcos como en una carrera de motocross equivocando las marchas. Mi adversario estaba sin camisa, y una sola cuerda muscular destelló a lo ancho de su pecho mientras se agachaba hacia delante para quitarse a Jeff de encima, como si fuera un abrigo mojado. «¡Hijoputa!», escupió, una y otra vez, y en ese momento me di cuenta de que los cuatro —Digby, Jeff y yo incluidos— coreábamos «Hijoputa, hijoputa», como si fuera un grito de guerra. (¿Qué sucedió después?, le pregunta el detective al asesino escudriñándolo a la sombra del ala de su sombrero Trilby ladeado. No sé, dice el asesino, algo me poseyó. Indudablemente.)
Con la palma de la mano Digby golpeaba la cara del camorrista mientras yo me abalanzaba al estilo kamikaze, como un autómata, enfurecido, aguijoneado por la humillación —desde la primera patada en el mentón hasta este instante de primitivo instinto asesino no habían transcurrido más de sesenta segundos hiperventilados con las glándulas inundadas—; arremetí contra él y le pegué con la llave de tuerca en la oreja. El efecto fue instantáneo y pasmoso. Él era un especialista en trucos cinematográficos y estábamos en Hollywood, él era un globo enorme lleno de dientes haciendo muecas y yo un hombre con un alfiler recto y vertical. El tipo se desplomó. Se meó en los calzoncillos. Se cagó en los pantalones.
Un solo segundo, grande como un zepelín, pasó flotando. Lo rodeábamos de pie, apretando los dientes, estirando los cuellos, contrayendo los músculos de los brazos, crispando las manos y sacudiendo las piernas espasmódicamente por las descargas glandulares. Nadie dijo nada. Simplemente mirábamos a aquel tío, el adicto de los coches, el ligón, el chico malvado y grasiento derrotado. Digby me miró; también lo hizo Jeff. Todavía empuñaba la llave de tuerca, en cuya curva había un mechón de pelo adherido, como pelusa de diente de león, como plumón. Nervioso, la solté dejándola caer al suelo, y ya imaginaba los titulares, las caras picadas de viruela de los inquisidores de la policía, el brillo de las esposas, el estruendoso sonido metálico de los barrotes, las grandes sombras negras alzándose desde el fondo de la celda… cuando, de repente, un alarido atroz y desgarrador me traspasó con la potencia de todas las sillas eléctricas del país.
Era la zorra. Era bajita, estaba descalza, en bragas y con una camisa de hombre. «¡Animales!», gritó mientras corría hacia nosotros con los puños cerrados y la cara cubierta por unos mechones de pelo secados con secador de mano. Llevaba una cadena plateada en el tobillo, y las uñas de los pies destellaban en el brillo de los faros. Creo que todo sucedió por culpa de aquellas uñas. Desde luego, la ginebra y la marihuana, y hasta el pollo Kentucky Fried, podían haber influido, pero fue la visión de aquellos dedos de los pies llameantes lo que nos provocó; el sapo saliendo del pan en El manantial de la doncella, un niño manchado con pintalabios: ya era impura. Nos lanzamos sobre ella como los hermanos trastornados de Bergman —como los tres monos sabios, que no ven, ni oyen, ni hablan— jadeando, resollando, rasgando su ropa, apretando sus carnes. Éramos unos chicos malos, y estábamos asustados, acalorados, cachondos, y tres pasos más allá del límite; cualquier cosa podía pasar.
Pero no pasó nada.
Antes de que la pudiéramos empujar contra la capota del coche, nuestros ojos enmascarados por la lujuria, la avaricia y la maldad más puramente primitivos fueron deslumbrados por un par de faros entrando en el aparcamiento. Allí estábamos, sucios, ensangrentados, culpables, disociados de la humanidad y la civilización, con el primer crimen a nuestras espaldas, y el segundo a punto de consumarse, con trozos de medias de nylon y el elástico de un sostén colgando de nuestros dedos, con las cremalleras abiertas, relamiéndonos los labios; allí estábamos, atrapados en las luces de los focos. Pillados.
Salimos pitando. Primero corrimos hacia el coche, y luego, dándonos cuenta de que no había modo de arrancarlo, hacia el bosque. No pensaba en nada. Pensaba solo en escapar. Los faros me perseguían como dedos acusadores. Desaparecí.
Ram-bam-bam, corrí a través del aparcamiento, pasando por delante de la moto y entrando en la maleza feculenta que bordeaba el lago, con los insectos volando y chocando contra mi cara, flagelado por las malas hierbas, entre las ranas y las serpientes y las tortugas de ojos rojos que salían y chapoteaban en la noche: ya estaba hasta los tobillos de fango y agua tibia y aún seguía corriendo impetuosamente. Detrás de mí, los gritos de la chica iban en aumento, desconsolados, incriminadores, los gritos de las sabinas, de las mártires cristianas, de Ana Frank sacada a rastras del desván. Yo seguí huyendo, perseguido por aquellos gritos, imaginando a los polis y a los sabuesos. El agua me llegaba a las rodillas cuando comprendí lo que estaba haciendo: pretendía escapar nadando. Cruzar a nado el ancho Lago Grasiento y esconderme en el denso bosque que crece en la otra orilla. Allí nunca me encontrarían.
Respiraba entre sollozos, entre gritos ahogados. El agua chapoteaba suavemente contra mi cintura mientras veía las ondas bruñidas por la luna, los felpudos de algas enmarañadas aferrándose a la superficie como costras. Digby y Jeff habían desaparecido. Me detuve. Escuché. La chica estaba más callada ahora, los gritos se habían convertido en sollozos, pero se oían voces masculinas, irritadas, excitadas, y el motor del segundo coche ronroneando al ralentí. Me adentré en aguas más profundas, sigiloso, acorralado, con el lodo chupándome las zapatillas de lona. Cuando estaba a punto de sumergirme —en el mismo instante en que bajé el hombro para dar la primera brazada cortante— tropecé con algo. Algo incalificable, obsceno, algo blando, empapado, cubierto de musgo. ¿Una masa de hierbas flotantes? ¿Un leño? Cuando alargué la mano para tocarlo, cedió como un pato de goma, cedió como la carne.
En una de esas repugnantes epifanías para las que nos preparan las películas y la televisión y las visitas de la infancia a los velatorios para contemplar las encogidas facciones maquilladas de los abuelos muertos, comprendí qué era aquello que flotaba tan inadmisiblemente en la oscuridad. Lo comprendí, y retrocedí horrorizado, asqueado, con la mente abruptamente tironeada en seis direcciones distintas (yo tenía diecinueve años, no era más que un niño, un chaval, y he aquí que en el espacio de cinco minutos había matado a un tipo grasiento y ahora chocaba con el cadáver de otro, hinchado de agua), pensando: las llaves, las llaves, ¿por qué demonios tenía que haber perdido las llaves? Trastabillé hacia atrás, pero el lodo se aferró a mis zapatillas deportivas, me arrebató una, y, perdiendo el equilibrio, de repente caí de bruces en la negra masa flotante, manoteando desesperadamente mientras evocaba la imagen de las ranas y las apestosas ratas almizcleras revolcándose en la marca negra de sus propios jugos delicuescentes. ¡Aaaaarrrgh! Salí disparado del agua como un torpedo, el cadáver giró sobre sí mismo mostrando una barba llena de musgo y unos ojos fríos como la luna. Debí de gritar, agitándome allí, entre las hierbas, porque de pronto las voces a mi espalda volvieron a avivarse.
—¿Qué ha sido eso?
—Son ellos, son ellos: ¡ellos intentaron… violarme! —Sollozos.
La voz de un hombre, con el acento monótono del medio oeste:
—¡Hijos de puta, os mataremos!
Ranas, grillos.
Luego otra voz, áspera, con un dejo del Lower East Side de Manhattan, comiéndose las palabras:
—¡Hijoputa!
Reconocí el virtuosismo verbal del malvado chico grasiento con botas de ingeniero. A pesar del diente roto, de la zapatilla perdida, del fango, los líquidos viscosos y cosas peores que me empapaban, de estar agachado entre las hierbas, aguantando la respiración, esperando a que me apalizaran total y definitivamente, aunque acababa de abrazar a un fétido y espeluznante cadáver de tres días, a pesar de todo eso, de repente, sentí una ráfaga de alegría y reivindicación: ¡El hijo de la gran puta estaba vivo! Pero al instante se me helaron las tripas. «Salid de ahí, hijos de puta, maricones!», gritó el malvado tío grasiento. Soltó tacos hasta quedarse sin aliento.
Los grillos empezaron de nuevo, luego las ranas. Me quedé aguantando la respiración. Súbitamente se produjo un sonido entre los juncos, un silbido, un chapoteo: ¡plaf, plaf! Estaban lanzando piedras. Las ranas se callaron. Me protegí la cabeza con las manos. Silbido tras silbido, ¡plaf, plaf! Un trozo de feldespato del tamaño de una bola de billar rebotó en mi rodilla. Me mordí un dedo.
Fue entonces cuando se acordaron del coche. Escuché un portazo, una palabrota, y luego oí cómo hacían añicos los faros; casi era un sonido alegre, festivo, como cuando se descorchan botellas. Y luego vino la resonancia metálica de los guardabarros, metal contra metal, y después el estrépito glacial de los parabrisas. Avancé palmo a palmo, primero a gatas, luego arrastrándome, apretando el abdomen contra el todo, pensando en las guerrillas y los comandos de Los desnudos y los muertos. Aparté la hierba y miré el aparcamiento entornando los ojos.
Las luces del segundo coche —un Trans-Am— seguían encendidas, bañando la escena en una misteriosa iluminación teatral. Blandiendo la llave de tuerca, el tío grasiento golpeaba la puerta del Bel Air de mi madre como un demonio vengador mientras su sombra subía por los troncos de los árboles. ¡Zas, zas! ¡Zas, zas! Los otros dos tíos —unos tipos rubios, con chaquetas del club estudiantil— ayudaban con ramas de árboles y pedruscos del tamaño de calaveras. Uno de ellos recogía botellas, piedras, lodo, envolturas de caramelos, condones usados, tapas de botellas de refrescos y otras porquerías y lo tiraba todo por la ventanilla del conductor. Pude ver a la zorra, una bombilla blanca detrás del parabrisas del Chevy del 57. «Bobbie», lloriqueaba haciéndose oír por encima de los golpes, «vámonos».
El chico grasiento se detuvo un momento, apuntó para darle un buen trastazo a la luz trasera izquierda, y luego lanzó la llave de tuerca al centro del lago. Después, puso en marcha el coche y se largaron.
Una cabeza rubia le dijo que sí a la otra cabeza rubia. Una le dijo algo a la otra en una voz demasiado baja para que yo la escuchara. Probablemente pensaron que ayudando a aniquilar el coche de mi madre habían cometido una imprudencia, y pensaron también que había tres chicos malos vinculados con ese mismo coche, observándolos desde el bosque. Tal vez también concibieron otras posibilidades: la policía, el calabozo, jueces, reparaciones, abogados, padres airados, la censura de su club estudiantil. Sea lo que fuere lo que pensaron, de pronto dejaron caer las ramas, las botellas y los pedruscos y corrieron hacia su coche, al unísono, como si formara parte de una coreografía. Cinco segundos. Eso fue lo que tardaron. El motor rugió, las ruedas rechinaron, una nube de polvo se levantó del aparcamiento lleno de surcos, y luego volvió a depositarse en la oscuridad.
No sé cuánto tiempo permanecí allí, inmerso en la atmósfera pestilencial de la descomposición, con la chaqueta pesándome más que un oso, y el lodo primigenio amoldándose sutilmente a mi ingle y a mis testículos. Me dolía la mandíbula, sentía punzadas de dolor en la rodilla, me escocía el coxis. Me pasó por la cabeza la idea de suicidarme, me preguntaba si tendría que ponerme una prótesis dental, buscaba en los recovecos de mi cerebro alguna excusa que dar a mis padres: un árbol se había desplomado sobre el coche, el camión de una panadería chocó de lado con nosotros, alguien chocó con nosotros y se dio a la fuga, unos vándalos se cebaron en el automóvil mientras jugábamos al ajedrez en casa de Digby. Luego pensé en el hombre muerto. Probablemente era la única persona en el planeta que estaba metida en un lío mucho peor que el mío. Pensé en él, en la niebla sobre el lago, los inquietos insectos zumbando, y sentí el zarpazo del miedo, sentí cómo la oscuridad abría sus fauces dentro de mí. ¿Quién era, me pregunté, aquella víctima del tiempo y de las circunstancias que flotaba tristemente en el lago, a mis espaldas? Sin duda era el propietario de la moto, otro chico malo, más viejo que nosotros, que había terminado así. Acribillado a balazos durante un turbio asunto de drogas, ahogado borracho mientras se divertía en el lago. Otro titular. Mi coche estaba destrozado; él estaba muerto.
Cuando la mitad oriental del cielo pasaba del negro a un azul intenso, y los árboles empezaron a separarse de las sombras, me levanté del fango y salí al descampado. Para entonces los pájaros habían empezado a relevar a los grillos, y el rocío salpicaba las hojas. Había un olor en el aire, puro y dulce a la vez, el olor del sol inflamando los capullos y haciéndolos florecer.
Contemplé el coche. Yacía allí como los restos de un accidente en la carretera, como una escultura de acero que había sobrevivido a una civilización desaparecida. Todo estaba tranquilo. Eso era la naturaleza.
Estaba dando vueltas alrededor del coche, aturdido y desaliñado como el único superviviente de un bombardeo aéreo, cuando Digby y Jeff salieron de entre los árboles que estaban detrás de mí. Digby tenía la cara manchada de tierra; la chaqueta de Jeff había desaparecido y del hombro de su camisa colgaba un jirón. Atravesaron el aparcamiento encorvando los hombros, parecían avergonzados, y sin hablar se pusieron a mi lado y miraron boquiabiertos el automóvil destrozado. Nadie dijo nada. Al cabo de un rato, Jeff abrió la puerta del conductor y empezó a quitar los cristales rotos y las porquerías del asiento. Miré a Digby. Se encogió de hombros.
—Menos mal que no rajaron los neumáticos —dijo.
Era verdad: los neumáticos estaban intactos. No había parabrisas, los faros estaban rotos, y la carrocería, como si hubiera pasado por el martillo de una feria del condado donde cada mazazo cuesta veinticinco centavos, pero los neumáticos estaban llenos de aire hasta la presión reglamentaria. Podíamos conducir el coche. En silencio, los tres nos metimos dentro para quitar el fango y las astillas de vidrio de la tapicería. No dije nada del motociclista. Cuando terminamos, metí la mano en el bolsillo para coger las llaves, sentí una desagradable punzada en la memoria, me maldije a mí mismo, y empecé a buscar entre las hierbas. Casi enseguida las descubrí, a solo un metro y medio de la puerta abierta, destellando como joyas en la primera flecha de luz solar. No había motivos para ponernos filosóficos: me senté al volante y arranqué el motor.
En ese preciso instante entró ruidosamente en el aparcamiento el Mustang plateado con las calcomanías de llamaradas. Los tres nos quedamos paralizados; entonces Digby y Jeff entraron en el coche dando sendos portazos. Vimos el Mustang balanceándose y meneándose encima de los surcos hasta que por fin se detuvo de un frenazo al lado de la motocicleta abandonada al otro lado del aparcamiento.
—Vamos —dijo Digby.
Yo vacilaba, con el Bel Air ronroneando debajo de mí.
Del Mustang salieron dos chicas. Tejanos estrechos, tacones de aguja, cabelleras como pelaje congelado. Se inclinaron sobre la moto, iban de acá para allá sin rumbo, y luego fueron hasta donde crecían los juncos formando una cerca verde alrededor del lago. Una de ellas hizo bocina con las manos: «¡Al!», gritó. «¡Oye, Al!»
—Vamos —susurró Digby—. Larguémonos.
Pero era demasiado tarde. La segunda chica ya atravesaba el aparcamiento, inestable en lo alto de sus tacones, alzando la mirada hacia nosotros de vez en cuando. Era la mayor —tendría veinticinco o veintiséis años— y cuando se acercó pudimos ver que algo le pasaba: estaba colocada o borracha, avanzaba tambaleándose y agitando los brazos para recuperar el equilibrio. Me aferré al volante como si fuera la palanca de eyección de un jet en llamas, y Digby escupió mi nombre, dos veces, brusco e impaciente.
—Hola —dijo la chica.
La miramos como zombies, como veteranos de guerra, sordomudos como esos vendedores ambulantes de chucherías que recorren las mesas de los cafés.
Sonrió con sus labios agrietados y secos.
—Oíd —dijo, agachándose para mirar por las ventanillas—, ¿habéis visto a Al? —Sus pupilas eran puntas de alfileres, sus ojos, de vidrio. Indicó violentamente con la cabeza—. Aquélla es su moto…. la de Al. ¿Lo habéis visto?
Al no sabía qué decir. Quería salir del coche y vomitar. Quería regresar a casa de mis padres y meterme en la cama. Digby me dio un codazo en las costillas.
—No hemos visto a nadie —dije.
La chica parecía reflexionar, extendiendo un delgado brazo venoso para apoyarse en el coche.
—No importa —dijo, con lengua estropajosa—, ya aparecerá.
Y entonces, como si acabara de darse cuenta del espectáculo —el coche destrozado y nuestras caras magulladas, la desolación del lugar—, dijo:
—¡Eh, parece que sois unos chicos bastante malos!… ¿Habéis estado peleando, verdad?
Miramos al frente, rígidos como catalépticos. Ella se puso a buscar en su bolsillo y masculló algo. Finalmente nos ofreció un puñado de pastillas envueltas en celofán:
—¿Qué tal una fiestecita?, ¿queréis tomar algunas de éstas conmigo y con Sarah?
Simplemente me la quedé mirando. Pensé que iba a echarme a llorar. Digby rompió el hielo.
—No, gracias —dijo, inclinándose sobre mí—. Otro día.
Puse el coche en marcha y palmo a palmo avanzó gimiendo, soltando astillas de vidrio como un perro viejo cuando se sacude el agua después de un baño, saltando en los surcos encima de sus amortiguadores gastados, saliendo lentamente hacia la carretera. Hubo un destello de sol sobre el lago. Miré hacia atrás. La chica todavía estaba allí parada, mirándonos, con un hombro caído, la mano extendida.
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