Frankenstein
Fragmento
Como la pequeñez de las partículas complicaba mi trabajo, decidí hacer una criatura corpulenta, de miembros grandes, más sencillos de manipular. Para eso empecé a reunir los materiales. Llevé adelante mi labor en estricto secreto. Solo la luna y la niebla eran mis testigos. Me llené de barro cavando tumbas y desenterrando cadáveres putrefactos; separando huesos, órganos, vísceras, seleccionando mis materiales. Ahora, al pensar en eso, me ganan el horror y las náuseas. Pero en aquel momento me animaba un impulso frenético. ¡Sería el creador de una nueva especie, que me adoraría como a un dios! Después del cementerio, el trabajo continuaba en el laboratorio que había montado en el piso de arriba de mi casa. Cualquier cosa que me distrajera de mi actividad me parecía un estorbo. Incluso comer y dormir. Adelgacé muchos kilos. Abandoné la correspondencia con mi padre, con Elizabeth, con Clerval. Recibía sus cartas pero las acumulaba sin siquiera abrirlas. No tenía tiempo. Cuando terminara mi proyecto volvería a casa y pensaría cómo continuar con mi vida. Pasé un año entero así, lleno de ansiedad y expectativas. Evitaba a las personas y apenas salía a la calle. Lo único que me importaba era mi experimento.
Una noche de invierno, triste y helada, la criatura estuvo lista. La lluvia rasguñaba las ventanas. Mi creación yacía sobre unas tablas del laboratorio. Medía dos metros y medio de estatura. Temblando de vértigo, preparé los instrumentos para darle vida
Primeros pasos
Tengo recuerdos confusos de mi aparición en el mundo. Sé que sentí un resplandor muy fuerte. Fue cuando abrí los ojos. Los cerré, volví a abrirlos. Apenas podía distinguir las formas. Empecé a oír y a oler. Me moví. Apoyé los pies en el piso, descubrí que podía andar en libertad, y creo que bajé unas escaleras. Sentí frío y me puse encima algo que encontré. Caía agua del cielo. Anduve mucho, hasta llegar a un bosque. Comí cosas que encontré en los árboles y en el suelo y después me tumbé y dormí. Cuando desperté estaba rodeado de oscuridad y ruidos que no conocía. Lloré por primera vez.
Al rato, una luz suave iluminó el cielo. Ese disco brillante que subía por el horizonte, entre los árboles, me serenó. Bebí agua de un arroyo. En mi mente no había ideas, era todo una confusión de sensaciones: hambre y sed, frío y calor. Escuchaba sonidos, percibía olores y veía formas que no podía descifrar. Poco a poco entendí la sucesión del día y la noche. Descubrí la tranquila compañía de la luna. Al amanecer prestaba atención al canto de los pequeños seres alados que veía entre los árboles. Quise imitarlos, pero mi garganta produjo unos ruidos que me asustaron y me hicieron callar. Con el paso de los días empecé a comprender el mundo que me rodeaba; qué cosas calmaban mejor mi hambre y mi sed. Qué árboles me protegían mejor de la lluvia. Mis ojos se acostumbraron bien a la luz y a distinguir con nitidez los objetos. Diferenciaba un insecto de un tallo de hierba; las distintas clases de plantas y frutos. Una mañana muy fría encontré restos de una fogata. Alguien la había dejado.
La leña encendida despedía un calor muy agradable, que me hizo bien. Quise agarrar esas maderas y llevarlas conmigo, pero al tocarlas grité de dolor. ¡Qué raro, pensé, que la misma causa produzca efectos tan contrarios! Examiné mejor mi hallazgo.
Descubrí que solo estaba compuesto por ramas. Reuní varias más, de reserva. Cuando oscureció, me alegró ver que, además de calor, el fuego daba luz. Y descubrí que mejoraba el gusto de algunas comidas, como las nueces y algunas raíces. Tan útil me resultaba el fuego, que cuidarlo y mantenerlo encendido se transformó en mi tarea principal. Pero cada vez me costaba más encontrar alimento. Tenía que caminar muy lejos para encontrar nueces, bellotas o frutos comestibles. Entonces decidí instalarme en otro lado.
El problema era cómo mover el fuego. Pensé mucho cómo hacerlo, pero no se me ocurrió ninguna solución, así que lo dejé. Caminé tres días por el bosque hasta salir a campo abierto. La noche anterior había nevado. Los campos estaban blancos. Avancé, hundiendo los pies en esa sustancia helada y húmeda, desesperado de hambre y de frío. Por fin descubrí una cabaña. Me acerqué. Abrí la puerta.
Me alegró ver que adentro había un fuego. También había un hombre viejo. Al verme, gritó y huyó corriendo. Entré a la cabaña y noté que el piso estaba seco, no caía lluvia ni hacía frío. Encontré en la mesa comida que nunca había probado: pan, queso, leche. La devoré. Después me acosté y dormí.
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