Cerca de la una de la mañana, la criatura abrió sus ojos amarillos y apagados. Respiró profundamente con un silbido ronco. Su cuerpo se sacudió. ¿Cómo expresar mi sensación? ¿Cómo describir aquello que con tanto esfuerzo había creado? Era una catástrofe. Un engendro. Había trabajado tanto para que su rostro fuera hermoso… ¿Hermoso? Sus ojos sin luz y su tez marchita y gris, que apenas ocultaba la confusión de venas y arterias, hacían un rostro inhumano, monstruoso. ¡Para eso había investigado tanto, robado tiempo a mi familia y a mi salud! Más de un año dedicado de lleno a dar vida a la materia inerte, ¿y qué había logrado? ¡Un espanto que inspiraba rechazo, repugnancia, horror! No lo soporté. Salí corriendo del laboratorio y me encerré en mi dormitorio, con los nervios de punta. Traté de pensar qué hacer, pero la cabeza se me partía de dolor y me sentía agotado, sin fuerzas para nada. Me recosté e intenté descansar, dormir un poco antes de tomar una decisión. Pero apenas me adormilaba, me despertaba una pesadilla. En una de ellas, Elizabeth se me acercaba por la calle y yo me sentía feliz de verla. Cuando la abrazaba me daba cuenta de que estaba abrazando un cadáver, un cuerpo helado, sin expresión, con gusanos entre los pliegues de sus ropas.
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